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"LÁGRIMAS DE SABUESO"

            (Novela negra)

Sinopsis

“Si lo miras durante mucho tiempo, el mundo del crimen acaba mirándote a ti también.

Y aunque resolver un misterio pueda resultarte fácil, resolver tu propia vida se convertirá en un infierno. Sobre todo, cuando un lobo solitario de la camorra te ha elegido por compañera.”

​

            Natacha Cos Ulianova, detective privada, viuda, cleptómana e hija del veterano detective Bruno Cos, lucha por mantener a salvo su peculiar integridad cuando, tras enamorarse de un ex killer de la camorra napolitana oculto en el sur de España bajo el falso nombre de Arsenio Prego, se enfrenta a su primer caso criminal al tener que averiguar quién ha contratado los servicios de Arsenio para matar a la despampanante hija del señor Torres, cliente de la agencia de detectives Cos.

            La resolución del caso Torres se convertirá para Natacha en una pesadilla, en forma de muñeca rusa, que la conducirá, una vez más, a los brazos del napolitano. Pero un asesinato del pasado, que pugna por salir a la luz, se interpondrá de nuevo entre ellos arrastrándolos a una serie de situaciones, retorcidas y peligrosas, que les obligarán a situarse en bandos opuestos; hasta que, descubierto por la camorra, Arsenio tenga que elegir entre renunciar a la mujer que ama o exponerla a la posibilidad de una muerte brutal a manos del “Sistema”.

Prólogo de la autora

            Siguiendo esta loca afición mía por rellenar papeles con el fruto de mis aireados pensamientos, que nunca cesan de apacentarse de viento, me resigno hoy a la tarea de plasmar en unos cuantos párrafos la presentación de mi primera novela. Dicen los que saben de estos menesteres, (no sé si por haberlos escrito o por haberlos leído) que debo transmitir en estas líneas a los posibles lectores, que mi novela les cogerá por el cuello desde el momento en que empiecen a leer el primer párrafo y que no les soltará hasta que hayan llegado al punto final. ¡Pobre de mí! Debo, según entiendo, convencer a otras personas de algo de lo que ni siquiera he podido convencerme a mí misma y debo, además, hacerlo demostrando una total convicción en mis propios meritos literarios, cosa que aún estoy muy lejos de poseer. Vaya por delante, que no pretendo revestirme de una apariencia de autoconfianza tan contraria a mi verdadero temperamento, pero puesto que es necesario presentar la novela, me decanto por la sinceridad y lo cierto es que, aunque en las horas más oscuras de la noche me asalten las peores dudas, sí puedo afirmar que creo firmemente en las posibilidades de esta novela para hacer disfrutar al lector, de lo contrario, no me habría decidido a publicarla en esta plataforma. Pero hablemos de la novela:

 

            La idea para el argumento de “Lagrimas de sabueso” me asaltó un día en que, leyendo un artículo sobre Margarita Landi, la intrépida reportera de “El caso”, revista de sucesos hoy ya desaparecida, me encontré con el sugerente título de uno de sus libros: “Una mujer junto al crimen”, que enseguida me fascinó por ser poco habitual que las mujeres se arrimen a profesiones en las que se ponga tan de manifiesto la sordidez del ser humano. Y así, influenciada por las lecturas de Raymond Chandler, Dashiell Hammett (autores obsoletos para algunos pero para mí totalmente vigentes) y Patricia Highsmith, nació en mí el deseo de recrear la historia del personaje de una mujer de mediana edad, perteneciente a una familia de detectives privados, que al enviudar comienza a trabajar en la agencia de su familia sólo para ganarse la vida y acaba descubriendo que no sólo se le da bien sino que, además, le gusta. Sus investigaciones, sus problemas emocionales, su lucha por sobrevivir, su mente incansable y deductiva, su relación con los hombres y con los distintos miembros de su familia… comenzaron a bombardear mi mente y me di cuenta de que, con todo lo que podía dar de sí la idea: “una mujer junto al crimen”, podía escribirse una novela y que tenía que escribirla yo, porque era capaz de sentir la soledad, el valor y el orgullo que este título encerraba. Este título parecía gritar: “Sí, una mujer junto al crimen, ¿qué pasa?” Así que, tras toda una vida de lectora voraz del género, en un arrebato de entusiasmo, me puse al otro lado del papel (siempre he creído que los escritores estaban dentro del papel y los lectores fuera, no me preguntéis por qué). Y tal vez fuera por esa inseguridad mía por lo que terminé ideando una protagonista femenina tan segura de sí misma y de sus propias facultades, y con tanto carácter, como la señora Cos. He volcado en ella todo lo que yo nunca he sido. No puedo, por tanto, presumir de haber creado mi alter ego, sino todo lo contrario, alguien totalmente diferente a mí, con esas cualidades que tanto he echado de menos a lo largo de mi apocada existencia y que tan necesarias son a la hora de salir a la palestra.

 

            Me consta que el mercado está saturado de historias policíacas y detectivescas, ¿qué hace especial la mía? (tengo entendido que también debo responder a esta pregunta), pues bien, es precisamente la pareja protagonista de esta historia la que constituye el punto fuerte de la novela. Son ellos los que narran la trama en primera persona, emulando la forma de las novelas epistolares, aunque sin ser una de ellas. Elegí esta técnica porque me permitía incluir dos puntos de vista diferentes acerca del relato y porque al narrarlos en primera persona los pensamientos y sentimientos de sus protagonistas adquirían un carácter más íntimo. Ella, Natacha Cos Ulianova, una mujer dura y sagaz al tiempo que vulnerable y sensible, con un sentido de la lealtad muy contrario a sus propios intereses; él, Arsenio Prego, su adversario y amante, un hombre sin escrúpulos a la vez que divertido y con un montón de ideas descarnadas y románticas acerca del amor y del honor. Por último, el escenario de la costa malagueña me daba la oportunidad de recrear una atmósfera similar a la esencia misma de los personajes; ya que ambos, como la costa del sol, poseen una superficie atractiva y luminosa bajo la que se ocultan unas entrañas cargadas de vacío y oscuridad. Y es ese clima de corrupción y falta de escrúpulos, en el que se ve envuelta la protagonista, el que contribuye a que el lector la siga a lo largo de toda la historia sin perder el interés ni un solo segundo. En todo caso, sea cual sea el resultado de mi primera aventura literaria, creo haber cumplido con los tres mandamientos de Billy Wilder: “No aburrir, no aburrir, no aburrir”.

Fragmento

PRIMERA PARTE

 

Primer día

 

            El día en que me di de bruces con el cadáver de Arsenio, estuve a punto de vomitar sobre el lugar de los hechos, lo cual no hubiera sido muy profesional por mi parte, pero es que sentí como si uno de sus puñales me atravesara el pecho a gran velocidad incrustándoseme en el esternón. Durante unos segundos, me quedé petrificada mirando su cuerpo con la esperanza de que se moviera y con el deseo desesperado de caerme muerta allí mismo si no lo hacía, hasta que la náusea me golpeó a traición en la boca del estómago.

            Apenas unas horas antes acababa de regresar de Viena, la ciudad de la música, donde un tedioso trabajo de vigilancia matrimonial, me había mantenido pegada al violinista Leonardo Espuña, al que llevaba meses investigando. Fue un viaje corto, en el que hubiera preferido emplear mi tiempo admirando las obras de Klimt en el Belvedere, pero, en lugar de eso, tuve que tragarme el concierto que daba aquel lechuguino en el teatro de la ópera. Medio retrepada en la butaca de platea, bostecé varias veces leyendo el programa de mano que me pareció injustamente largo, considerando las horas de vigilia que llevaba acumuladas desde que salí del aeropuerto de Málaga en pos del supuesto violinista infiel. Tratando de distraerme, me puse a observar el muestrario social que había acudido al evento, en su mayoría señoras envueltas para regalo y caballeros vestidos de estilográfica. Yo conocía bien ese ambiente, la mayoría de los clientes de la agencia procedían de él, quizás por eso me aburrían tanto, sabía que cuanto más exclusiva fuera la ropa que llevaran puesta, más pobres serían los espíritus que trataban de adornar con ella. Lo realmente interesante de toda aquella fauna, de seres inodoros, incoloros e insípidos, era saber que entre todos ellos siempre se escondía alguien de carne y hueso, con sangre corriéndole por las venas en lugar de dividendos. Era como tener abierto ante mí uno de esos libros infantiles en los que hay que encontrar a un joven progre cuatro ojos con pinta de viajero impenitente entre una multitud de personajes de apariencia semejante que se apiñan como hormigas en lugares exóticos. Descubrí a mi primer ser humano en la persona de una mujer de unos treinta y tantos años, vestida con un sencillo traje oscuro y con toda la pinta de una de esas profesoras de piano que aparecen en las películas americanas: gafas graduadas, aspecto reprimido y moño perfecto. Tal vez fuera su primer concierto, o puede que simplemente no pudiera permitirse un dispendio como ese con mucha asiduidad, el caso es que le brillaban los ojos como si estuviera delante de su tarta de cumpleaños esperando impaciente a que llegara el momento de apagar las velas. Después de ella, tardé un buen rato en encontrar a otro ser humano en aquel piélago de butacas repletas de gente, y justo cuando acababa de detectar a una pareja que parecía haber aterrizado allí después de haberse extraviado camino de un concierto de los Stones, los músicos salieron al escenario y se me acabó el entretenimiento. El público dedicó a Espuña una gran ovación en cuanto apareció en el escenario, él se inclinó alzando el violín en una mano, tal y como Salomé hubiera sostenido la cabeza del Bautista ante Herodes. Tras los aplausos se hizo un respetuoso silencio y Espuña y su colega, Máximo Castresana, interpretaron una pieza de Bach para dos violines arropados por el resto de la orquesta. Yo por mi parte me dedicaba a evocar en mi mente los cuadros que me estaba perdiendo en el museo, no era lo mismo que contemplarlos en vivo, pero fue un momento agradable que, por desgracia, sólo duró unos minutos: hasta que Castresana se sentó para que Leonardo ejecutara su solo de violín. El tipo apoyó el violín sobre su hombro, lo sujetó con la barbilla y se puso a tocar como si tal cosa y antes de que me diera cuenta estaba pensando en Arsenio con el corazón oprimido, los vellos de punta y agarrándome la muñeca izquierda con tanta desesperación como si esperara que apretando con todas mis fuerzas llegaría a sentir una pulsera que no llevaba puesta. No sé cuánto tiempo pasé sumergida en aquella especie de abstracción melomaníaca sobre Arsenio, pero cuando los aplausos del público me sobresaltaron sacándome a ese asesino cabrón de la cabeza, tuve la sensación de que el concierto apenas había durado unos minutos. Ese músico era un verdadero peligro, un peligro tan insolente como su manera de tocar, ¿de dónde habría sacado esa habilidad para conmover a la gente? ¿Y quién le había dado permiso para hacerlo? Me levanté de la butaca con indignación y me dirigí a los camerinos sin perder tiempo. Un océano de mujeres austriacas lo estaba esperando en la puerta. Me pregunté si, esta vez, Leonardo elegiría a alguna de aquellas mujeres para el reportaje de fotos que pensaba hacerle desde mi escondite frente a la habitación de su hotel, porque, de lo contrario, iba a ser otra de esas largas noches solitarias en las que me quedaba en vela esperando que pasara algo, sabiendo de antemano que nada iba a ocurrir. Por fin salió al pasillo con su inseparable compañero de violín, Máximo Castresana, un petimetre impenetrable y mofletudo con ojos de computador matemático que, por mucho que se empeñara, nunca llegaría a alcanzar el virtuosismo de su amigo con las cuerdas. Les seguí hasta la calle como una admiradora más y, mientras Leonardo firmaba autógrafos, aproveché para ir a coger mi coche. El aire era puro hielo al entrar por mis fosas nasales, el cielo oscuro estaba salpicado de estrellas sin luna, y mi corazón poco dado a la melancolía empezó a añorar el sur de España. Me metí en el coche entre escalofríos y observé a Leonardo a distancia, sonreía con amabilidad sin querer hacerse el simpático, firmando autógrafos con unas manos tan distinguidas que hasta hurgándose la nariz le hubieran hecho parecer un perfecto caballero. Haciendo juego con sus manos tenía además una figura espigada, un cabello castaño claro peinado hacia atrás con pico de viudo, unos ojos grandes del color de la miel cuando se seca en los panales y una suavidad en las formas de la cara que ni siquiera la mandíbula un tanto angulosa conseguía endurecer. Reconozco que ejercía sobre mí una extraña fascinación, y no porque fuera guapo, sino porque entre toda aquella aureola de flashes y admiradoras conseguía dar la impresión de ser un hombre sereno; pero a mí no podía engañarme, yo podía sentir su dolor, quizá por eso me atraía. Aquel no podía ser un simple caso de adulterio; de haber algo, debía ser algo más oscuro… Fuera lo que fuera, no era asunto mío, sólo se me había contratado para averiguar si tenía una amante, así que después de pasarme la noche en vela espiándole, concluí que el tipo estaba limpio. Por más que su suegro, el empresario Bernabé Torres, se empeñara en colgarle el sambenito de adúltero, el señor Espuña no se había visto con nadie en los últimos tres meses. Eso, unido al hecho de que hubiera solicitado en la embajada austriaca permiso de residencia para establecerse con su mujer en Viena, era una evidencia lo bastante razonable para mí como para poder afirmar que, tal vez, el hombre no fuera más que un maniático de la música; eso era exactamente lo que pensaba hacerle saber en mi informe a mi cliente, el rey de las galletas de caramelo.

 

            Cuando entré en la sala de espera de la agencia de detectives Cos, a la que me había dirigido directamente al salir del aeropuerto de Málaga, mi tía, que nos hacía las veces de recepcionista, estaba riendo frente al ordenador con los dibujos para adultos que solía ver al mediodía.

―Tita, ¿qué? ¿Mucho trabajo?

Me miró, con una arrogancia más propia de la realeza que de una sexagenaria de clase media y el brillo de sus celestes ojos me dio la bienvenida.

―Oye, menos guasa, que yo ya tendría que estar jubilada, ¿eh?

Dejé la maleta junto a la pared y me senté frente a ella en el sofá de las visitas. Observé que tenía la cara más blanca de lo habitual, las ojeras más marcadas y una mirada de cansancio que me quitó las ganas de bromear.

―¿Cómo está? ―pregunté sin ánimo para escuchar la respuesta.

―De mala leche, como siempre. Ayer el médico se negó a seguir tratándole después de que le insultara y, no contento con eso, por la noche hizo llorar a una enfermera que por supuesto tampoco piensa atenderle más.

―O sea, que está mejor.

―Él sí, los que están peor son los demás pacientes. A uno, lo han tenido que cambiar de habitación porque de tanto discutir con tu padre se le ha subido la tensión por las nubes, y al otro, le ha tirado el bollo de pan a la cabeza por no quererle dar el mando de la tele. Al final ha conseguido una habitación para él solo, pero ni así ha dejado de incordiar. Tiene a toda la planta deseando que le den el alta, pero como no tiene médico, no se la pueden dar. La frente me pesaba tanto después de oírla que tuve que sujetarla con la mano y ni siquiera tuve fuerzas para contener un suspiro, estaba tan cansada de tener que soportar la perpetua hostilidad de mi padre, el puñetero Bruno Cos… 

―Bueno ―dije levantándome con resignación―, supongo que tendré que ir a verle. Le va a encantar saber que ya no tenemos caso, ese violinista es más fiel que una tórtola turca.

―Será mejor que se lo digas a tu hermano, tu padre le ha puesto al frente de la agencia.

No sé por qué, al oírlo, se me nubló el ánimo, sabía que el sentido de la justicia no era una de las virtudes de los hombres Cos y aún así, la indignación me dejó sin palabras. Mi abuela tampoco dijo nada, se limitó a fingir que se sumergía de nuevo en los dibujos del ordenador y me dejó tranquila para que lo encajara a mi aire.

 

            El despacho de mi padre era el más amplio y luminoso de la agencia, daba a una gran avenida donde se alzaba el frondoso tilo que nos informaba del paso de las estaciones a través de la ventana. Mi padre lo odiaba, odiaba que la sombra de sus ramas se proyectara sobre su escritorio, incluso había solicitado su tala al ayuntamiento, pero como se la habían denegado, solía blasfemar contra él, sobre todo cuando los días de viento esas sombras se volvían hiperactivas haciendo que el escritorio espejeara como la superficie del agua. A mí me gustaba, era un árbol hermoso y fuerte, aunque no me gustaba por eso, me gustaba porque fastidiaba a mi padre, cada vez que agitaba sus ramas parecía que le estaba haciendo un corte de mangas al viejo, y a mi hermano Quique le gustaba por la misma razón, de hecho, cuando entré, estaba mirándolo desde el gastado sillón de cuero con las piernas estiradas y las zapatillas de deporte apoyadas sobre el quicio de la ventana a la altura de la cabeza. El cabello castaño, formando una aglomeración de mechones asilvestrados, le caía sobre los ojos, juguetones y taimados, y su manera de vestir recordaba la de uno de aquellos hippies que en los setenta abandonaban la península camino de la vendimia francesa. Como detective no estaba mal, “algo broncoso para el oficio”, según mi padre y “más bocazas que el gallo Claudio”, en mi opinión; y tanto mi padre como yo habíamos tenido que sacarle a él y a la agencia de algún que otro apuro debido a su mal carácter y a su manía de conquistar mujeres que otros consideraban suyas. Y ahí estaba, repantingado en el sillón del jefe, risueño como un cóctel margarita con su recién estrenada autoridad.

―No pongas esa cara, Nata ―dijo girándose hacia mí―, ha sido idea del viejo, no mía.

―Sí, se nota que estás de lo más incómodo con el puesto.    

Quique se río con ganas, la hipocresía no era uno de sus muchos defectos.

―Anda, no te quejes y vete a ver a Torres, ha llamado varias veces.

―¿Para qué?

―No sé, estará impaciente por saber si el violinista se la pega a su hija.

―Es la primera vez que llama ―dije husmeando problemas.

―¿Y a qué estás esperando, a que llame otra vez?

Salí del despacho sin molestarme en cerrar la puerta. A mi espalda, mi hermano soltó un gruñido que demostraba que mi voluntario descuido había surtido el efecto deseado.

 

            La verja de la mansión Torres estaba abierta de par en par y no había ningún guarda en los alrededores, algo raro pasaba, incluso las abundantes buganvillas moradas parecían gritármelo desde los muros que bordeaban la impecable calzada. Ascendí por ella en mi escarabajo negro hasta la entrada de la casa, donde una media docena de coches de policía proyectaban sus destellos blanquiazules sobre la fachada de piedra. Me bajé del coche malhumorada, verme rodeada de un montón de policías con rabo era algo que siempre me irritaba, sobre todo si había pasado la noche en blanco y me había desayunado con Biodramina. Saqué mi placa de detective privado para abrirme camino entre todos aquellos grandullones con ganas de cortarme el paso y avancé sin prestar atención ni a sus risitas irónicas ni a sus gestos obscenos. Hacía tiempo que habían dejado de afectarme, ya ni siquiera oía sus comentarios soeces, esos mismos que solían sacarme de mis casillas cuando empecé a trabajar para mi padre en la agencia. Tras subir los tres escalones de la entrada, el cuerpo muerto de un hombre de mediana edad me dio la bienvenida desde el suelo de mármol. Estaba echado boca abajo con la cabeza apoyada sobre el dorso de la mano derecha, el resto de las extremidades las tenía estiradas y no había ni rastro de sangre a su alrededor. Con aquel impecable traje hecho a mano y con aquella relajada postura, daba la impresión de haberse echado allí sencillamente a dormir la siesta, era sin  duda el muerto más elegante que se haya visto jamás. Avancé unos pasos hacia él, pero enseguida me detuve con un violento estremecimiento. De aquel cuerpo emanaba algo que me era muy familiar… Hubiera dado cualquier cosa por estar equivocada, sin embargo, algo me decía que estaba en lo cierto. Tenía tanto miedo de verle la cara a aquel cadáver que no podía moverme y lo único que impidió que me desmayara fue el orgullo; la casta, diría mi padre, pero que se fuera al carajo. Hice un esfuerzo por superar el terror y empecé a rodear el cuerpo con una súplica dentro de mi cabeza, aunque no tardaría en comprobar que ya era tarde para ruegos, ahí estaba sin ambages lo que tanto había temido encontrar: el rostro lívido de Arsenio compitiendo en blancura con el mármol del hall. El grito de horror que acallé en mis cuerdas vocales me desgarró la garganta y la palidez de sus labios se me grabó a fuego en la mente revolviéndome el estómago. Ese fue el terrible momento en que conocí al comisario Lázaro Bermúdez, justo cuando se interpuso entre la visión del cadáver y yo a tiempo de evitar que le estropeara las posibles pruebas.

―¿Se encuentra bien? ―dijo con suavidad.

Era un hombre de unos cincuenta años, moreno, alto y nevado. De ojos inteligentes y cansados bajo unas prominentes cejas que daban profundidad a su mirada. Olía a árbol centenario y a resina fresca, no como Arsenio, que solía oler a caja de puros vacía y a grapa. Al parecer, el señor Torres también estaba por allí y, muy oportuno, me ofreció su cuarto de baño, “para reanimarme”, según dijo. Salí de allí tan deprisa como me lo permitieron mis temblequeantes piernas y, una vez más, tuve que escuchar las burlas de los policías de homicidio mientras subía por las amplias escaleras de aquella odiosa mansión con la cara tan blanca como si hubiera tragado lejía. Tras cerrar la puerta del dormitorio, corrí hasta el baño donde casi resbalo con todo aquel mármol verde que forraba paredes y suelo, aquello parecía una puta urna. Me encerré para poder vomitar a gusto en el inodoro de mi cliente y sollocé como nunca creí que pudiera hacerlo, con unos insólitos gemidos de dolor y rabia que me sorprendieron al salir de mi garganta. Me hubiera arañado la cara para silenciarlos si hubiera podido hacerlo sin dejar marcas; en lugar de eso, me mordí el puño luchando entre lágrimas por sobreponerme, aunque para lograrlo tuve que echarme agua fría en la nuca y en la frente. Al levantar la cabeza del lavabo, el espejo me hizo avergonzarme tanto de mí misma, y de mi patético aspecto, que me calmé. Fue una calma helada, una calma de llanura antártica. Pasé como una autómata al dormitorio y tuve que sujetarme a la cómoda para no perder el equilibrio. Sobre ella, entre dos figuritas de Lladró, demasiado románticas para mi gusto, había una lujosa pulsera con brillantes incrustados sobre un aro de platino que me atrajo lo mismo que a un borracho una copa de su licor favorito. Sentí la imperiosa necesidad de tocar aquella joya y alargué la mano como en un sueño; la cogí, me la puse en la muñeca y, sé que es una locura, pero eso logró que dejara de temblar. Poco a poco mi respiración se fue normalizando, el dolor se hizo soportable y, casi había recuperado el control de mí misma, cuando unos pasos en la escalera me hicieron reaccionar: ¡Acababa de robar en una casa en la que había aparecido un hombre muerto! ¡Una casa que estaba llena de policías! Me quité la pulsera con rapidez, la escondí en el bolsillo superior de mi chaquetón y abrí la puerta antes de que la abrieran otros. Bernabé Torres entró con tanta determinación que me obligó a echarme a un lado. Era un hombre que desprendía tanta energía como un tren de alta velocidad, casi se podía sentir el vello agitarse a su paso y, la verdad, tanto dinamismo resultaba agotador. Rondaba los 65 años, aunque seguro que nunca pensaba en la jubilación, y conservaba una figura esbelta, rechoncha y áspera; en sus pupilas podía verse brillar una inteligencia lúcida, curtida por los años de negociar tras su mesa de despacho. Había subido a interesarse por mi salud y yo improvisé una mentira sobre la comida del avión. 

―Nunca tome nada en un avión a menos que viaje en primera, hágame caso, tengo amigos en el negocio de las líneas aéreas… ―dijo arqueando las cejas con un significativo movimiento de cabeza.

―Lo tendré en cuenta.

Torres cerró la puerta del dormitorio y se encaró conmigo.

―Señora Cos, no me andaré por las ramas, quiero que averigüe quién es el hombre que ha aparecido muerto en la entrada de mi casa y qué diablos estaba haciendo allí. No me fío de ese Bermúdez ni de ninguno de esos policías ociosos que han invadido mi casa. Lo único que se les ha ocurrido hasta ahora ha sido obligar a mi hija a ver el cadáver. ¡Y ella nunca había visto un muerto! Se ha puesto tan nerviosa que el médico ha tenido que sedarla. Acabo de dejarla en su habitación con ese fantoche que tiene por marido.

―Bajaré a echar un vistazo por si se les ha pasado algo ―dije deseando salir de allí, la pulsera se había puesto tan caliente en mi bolsillo que me estaba quemando la mano.

―Le sugiero que empiece por investigar a mi yerno, estoy seguro de que tiene algo que ver en todo esto.

―Señor Torres, créame, ese hombre sólo se ocupa de su música.

―Usted investíguele, conozco a la gente y ése esconde algo.

―Como quiera.

A pesar de que acababa de acceder a investigar a Espuña, Torres siguió machacándome con sus sospechas acerca del marido de su hija, basadas únicamente en la “intuición de un perro viejo como él”. Yo le escuchaba apretando la pulsera en mi mano con una vertiginosa sensación de peligro; tenía miedo de ser descubierta y, al mismo tiempo, me invadía una especie de euforia que hacía que me sintiera capaz de afrontarlo todo, sí, ahora que había robado a mi cliente podía enfrentarme al cadáver de Arsenio con la distancia necesaria para analizarlo (Lo sé, no debería haber dejado de ir al psiquiatra).

            Que Torres me hubiera encargado el caso me facilitaba las cosas, ya que, al margen de que Arsenio hubiera sido un sicario durante la mayor parte de su vida, yo tenía que averiguar cómo había muerto, si le habían asesinado o si estaba enfermo, y también tenía que averiguar su relación con los Torres, porque le conocía lo bastante bien como para saber que su presencia en aquella casa sólo podía significar dos cosas, o había ido allí a ver a un cliente o a su víctima. 

            Un agente de policía interrumpió la perorata de Torres sobre su yerno para avisarle de que su mujer acababa de llegar. Torres, fuera de sí, maldijo al culpable de haber convertido su hogar en un melodrama por entregas. Luego, haciendo un esfuerzo por calmarse, sacó un pastillero de jaspe del bolsillo de su batín y se puso una píldora bajo la lengua.

―Si esto no acaba conmigo, el responsable va a tener que vérselas con este viejo miserable y no le va a gustar ―dijo abandonando el dormitorio. Me fui tras él, ya que me había perdido la reacción de la hija al enfrentarse al cadáver no quería perderme la de la esposa. Esos detalles son importantes en un posible caso de asesinato y, por muy buena actriz que fuera la mujer de Torres, si estaba implicada, algo aparecería en sus ojos y yo quería saber qué era. Torres salió a recibir a su esposa y yo aproveché para situarme justo detrás de la nuca de Arsenio, desde donde podría ver con claridad la expresión de Erika Ramos cuando viera la cara del difunto. Durante los escasos minutos en los que el matrimonio permaneció con Bermúdez fuera de la casa, no dejé de aferrarme a la pulsera y, aunque era consciente de que mi mente no funcionaba con claridad, pensé que en aquel muerto algo no iba bien. ¿Pero qué era?

Finalmente, Erika, casi veinte años más joven que su marido, subió los escalones con ademanes felinos. Era una mujer extrañamente ambivalente: una belleza de pelo oscuro y ojos peligrosos, pero de apariencia demasiado delicada como para sacar las uñas. Parecía una gacela atrapada en el cuerpo de una pantera. Se acercó al cadáver con cierta aprensión, pero, cuando lo miró de frente, sólo advertí una leve expresión de desconcierto en sus ojos. Cosa que no se le podía reprochar a una mujer que, después de pasar la noche cuidando a su padre en Granada, regresa a su casa y se encuentra con que ha aparecido muerto en la entrada un hombre al que nadie parece conocer. Lo observó sin pestañear durante unos segundos, después mirando a Bermúdez negó con la cabeza. A lo largo de la mañana se había ido levantando una brisa fría que, al colarse por la puerta, me hizo aspirar el prohibitivo perfume de la señora Ramos. Entonces me di cuenta de qué era lo que no iba bien en el cadáver de Arsenio: no olía. Y, a pesar de que la puerta estaba abierta, no había ni una sola mosca revoloteando a su alrededor. En aquel instante no le di importancia, pensé que quizás llevaba pocas horas muerto, además, acababa de escuchar a Bermúdez pedir a Erika que comprobara sus joyas y mi corazón se había lanzado a una carrera sin freno que me impedía razonar. Para colmo, el muy imbécil del comisario se puso a interrogarme; al parecer yo no era la única que se estaba fijando en la reacción de la gente al ver el cuerpo. Una vez más, culpé de mi indisposición a la bazofia que servían por comida en el avión; y aunque no me creyó, fingió hacerlo como un caballero.   

―Sí, a mí también me ha ocurrido alguna vez. Pero es curioso, cuando vi la cara que puso al ver el cadáver, hubiera jurado que le conocía.

―No ―dije sin molestarme en que sonara convincente.

―Ya. Bueno, sólo quería asegurarme ―dijo, aunque sus ojos decían: “sé que mientes y pienso averiguar por qué”.

Para dejarle bien claro a Bermúdez que sus sospechas me traían al fresco, ignoré su mirada y me incliné sobre el cadáver de Arsenio que seguía sin emitir ningún olor.

―No parece que haya signos de violencia ―dije.

―A primera vista, ninguno, veremos qué dice el forense.

El comisario Bermúdez, sin duda, se divertía viéndome fingir que aquel muerto me era indiferente, me pregunté si se habría dado cuenta de que tenía los dientes tan apretados que iba a terminar por provocarme artrosis en la mandíbula.

―Tengo entendido que no entró por la fuerza.

Bermúdez negó con la cabeza y añadió ―Puertas y ventanas estaban cerradas y no había en ellas ni un solo rasguño. 

―¿Han comprobado si llevaba encima alguna llave de la casa?

―No la llevaba. Y nadie que tuviera llave de esta casa la ha echado de menos. Lo que significa que, o bien, algún miembro del servicio olvidó cerrar una puerta o una ventana, cosa que negará hasta la muerte; o bien, alguien le dejó entrar. Yo me inclino por lo primero.

―O tenía una llave y la escondió por aquí después de usarla.

―Ah, sí, como en aquélla película… ―dijo mirándome con una condescendencia burlona―. No, no hemos encontrado ninguna llave.

―¿Y qué han encontrado?

―En realidad, nada. ¿Tiene alguna otra pregunta que hacerme? ―dijo con una sonrisa que pretendía ser adorable.

―Ya le avisaré si se me ocurre alguna interesante.

―Hágalo, no tengo nada mejor que hacer hasta que llegue el juez…

El modo en el que Bermúdez me miraba no era nuevo para mí, lo había visto más veces a lo largo de mi vida de las que me habría gustado, pero con Arsenio de cuerpo presente, me estaba haciendo segregar bilis. Por suerte para él, la señora Ramos desvió su atención hacia la escalera anunciando la desaparición de la joya que yo acababa de robar y que al parecer era lo único que le faltaba.

―¿Qué opina? ―preguntó Torres al comisario, aunque sonó como una orden.

―Es pronto para saberlo, pero yo diría que el muerto entró a robar con un cómplice que huyó con la pulsera al ver morir a su compañero, probablemente de muerte natural.

―¿Y por qué sólo se llevó la pulsera? ―preguntó Erika.

―¿Dónde la guardaba usted?

―Estaba encima de la cómoda, tuve que salir con prisas y olvidé ponérmela.

―Entonces seguro que fue lo primero que cogió el ladrón. Después escuchó un ruido en el hall, bajó a ver qué pasaba y, al encontrar a su amigo muerto, huyó asustado.

Tenía gracia, mi ataque de cleptomanía acababa de contaminar la investigación del comisario… Pero no la mía.

            El empeño que ponía Bermúdez en no perderme de vista me estaba sacando de quicio, así que decidí salir a echar un vistazo por los alrededores de la casa. Justo al atravesar el umbral, me crucé con una mujer que entraba con aire profesional, llevaba un maletín en la mano y una bata blanca echada sobre el brazo, pero caminaba con tanta suficiencia que ni el maletín ni la bata, hubieran hecho falta para darse cuenta de que era la forense. Pasó a mi lado sin verme siquiera, tenía una bonita figura envuelta en un traje sastre de color gris oscuro que le favorecía y un pelo negro brillante que le caía suelto sobre los hombros; pero su rostro no encajaba con todo aquello, era más bien tosco y vulgar. Me cayó mal desde el primer momento, tal vez, porque se disponía a profanar el cuerpo de Arsenio con su termómetro rectal o quizás sólo porque ella podía tocar su cuerpo mientras que a mí me estaba vedado. Resuelta a no mortificarme, aparté de mi mente a la forense, tratando de no pensar en su cometido dentro de la casa y me dispuse a comprobar por mí misma las puertas y ventanas de la planta baja. De paso, husmeé la tierra próxima a ellas en busca de huellas o cualquier otro tipo de rastro en arbustos y plantas cercanas. Me lo tomé con calma, quería hacer tiempo para que aquella ave de mal agüero terminara su trabajo y se largara, pero a pesar de mis esfuerzos no encontré nada. Cuando pasada cerca de una hora la vi salir de la casa, comprendí que pronto se llevarían a Arsenio a un lugar sórdido donde nadie iría a llorarle. Sentí un doloroso vacío en el estómago y comprendí que necesitaría un buen trago si tenía que seguir soportando aquello por más tiempo. La imagen del mueble bar que tenía el señor Torres en la biblioteca se instaló en mi mente y parecía encontrarse muy cómoda allí, pero de todas formas tuve que desecharla, era incapaz de volver a subir esos escalones para ver sus manos selladas con bolsas de papel y su cuerpo manoseado por esa mujer que podía haberle quitado la ropa… No, no quería; no podía entrar de nuevo. Permanecí fuera viendo cómo lo sacaban en una camilla dentro de una bolsa de plástico. A esas alturas, mi mirada era lo mismo que la de una estatua en el jardín de un cementerio: fría, pétrea, muerta.  

 

            En cuanto la ambulancia se alejó, transportando el cuerpo de Arsenio rumbo al anatómico forense, me largué de la mansión Torres con el deseo irrealizable de no volver jamás. Si no hubiera estado tan ansiosa por perder de vista aquel siniestro lugar, habría calculado mejor el tiempo necesario para dejar que la ambulancia se alejara de mí lo suficiente. En lugar de eso, cometí la torpeza de salir a la autopista apenas unos minutos después, con lo que acabé sumergida en un atasco desde el que podía divisar la ambulancia con varias filas de coches detrás semejando un cortejo fúnebre... Y entonces regresó con redoblada intensidad aquel dolor amargo que había tenido que reprimir durante horas: el dolor de no poder abrazar su cuerpo exánime. ¡Maldito Arsenio!...  Gracias a Dios, la comitiva no duró mucho, el tráfico comenzó a despejarse y yo me dispuse a adelantar a la ambulancia pisando el acelerador. En cuestión de segundos, la vi alejarse a toda velocidad por el espejo retrovisor y, con una serena desolación, me despedí de Arsenio para siempre limpiándome las lágrimas y los mocos con la manga del chaquetón.

 

            Una media hora después, entré en mi apartamento como si entrara en otra dimensión; me pareció que lo miraba todo por primera vez y lo percibía de una manera más intensa, más cruda. Sin embargo, seguía siendo el mismo apartamento destartalado, al que me mudé al enviudar, con todos aquellos muebles absurdos distribuidos al azar que, de manera inexplicable, lograban un resultado sumamente acogedor. Tenía dos habitaciones, aunque una de ellas no se usaba desde que mi amiga Gema Castro se independizó de mí y se fue a vivir al apartamento frente al mío (momento a partir del cual nuestra relación mejoró notablemente). Y ahora que la angustia se había incrustado en mi vida, me alegré de poder dar rienda suelta a mi desesperación sin testigos. Durante unos segundos, permanecí echada sobre la puerta donde me había quedado al entrar, me puse la pulsera de la señora Torres y la apreté con fuerza. La respiración se me hizo más honda, los ojos se me pusieron de un azul más oscuro y, al sentir cómo crecía un sollozo dentro de mi garganta, me fui al congelador para ahogarlo con vodka. La cocina estaba separada del salón por una barra americana y sólo me costó un par de segundos alcanzar la nevera, la abrí con tanta fuerza que la puerta rebotó en la pared y me golpeó en el dorso de la mano, una maldición después, me había hecho con el vodka helado y, aunque se me estaba abrasando la mano por el frío, no era capaz de dejar de mirar la pulsera de esmeraldas que había aparecido enroscada al cuello de la botella. Entre la nieve del congelador sobresalía, además, un sobre de plástico transparente  con un papel cuidadosamente doblado en su interior. La alarma se disparó en mi cerebro y las neuronas se me pusieron en estado de alerta, dejé el vodka sobre la encimera, me abrí el chaquetón y saqué el estilete que llevaba sujeto por unas estrechas correas a la parte interna del bolsillo superior. Lo sostuve por la punta, dispuesta a lanzarlo contra cualquier intruso que encontrara merodeando por mis dominios, pero tras registrar el apartamento, me convencí de que el pájaro había volado. Volví a la cocina, saqué el sobre del congelador y lo mire con recelo. Antes de abrirlo, sacudí la escarcha que lo cubría y extraje el papel; estaba gélido, pero no se rompió al desplegarlo; yo sí, yo me rompí al reconocer la letra de Arsenio en aquellos trazos color violeta hechos con tinta indeleble. Lo que tomé como una carta de despedida decía así:

 

            "Querida, Tacha, si te conozco bien, ahora estarás necesitando una pulsera a la que agarrarte y si has seguido con aquélla estúpida terapia, puede que no la tengas. Por eso te he dejado una, con tus piedras favoritas, preparada junto al vodka. Me pareció el lugar más indicado, porque sabía que lo primero que harías después de verme muerto sería echar un trago, no en balde eres medio rusa. Espero que la pulsera te guste, la he robado para ti con todo mi cariño. Y ahora que tienes todo lo que necesitas, te pido que leas con atención lo que tengo que decirte. Y, por favor, no me odies.

 

            Mi muerte es una farsa, Tacha. Estoy vivo, y..."

 

            Si no supiera que era imposible, juraría que se me paró el corazón al leerlo, sólo una fracción de segundo, pero estoy segura de que se paró y fui incapaz de seguir leyendo por miedo a haber leído mal. Eché un trago largo, muy largo, hasta que la tos me obligó a interrumpirlo, aquel trago devolvió el calor a mi cuerpo y me permitió continuar la lectura:

 

            "Estoy vivo, y necesito que me ayudes a salir del depósito antes de que el forense me abra en canal. La huelga en el departamento de medicina legal no durará más allá de esta noche, seguro que mañana a primera hora empezaran a cortarme si tú no lo remedias. Te he dejado unas instrucciones en la nevera con todo el instrumental necesario para que me reanimes. Soy consciente de que te lo he puesto muy difícil, pero seguro que se te ocurre algo para entrar allí y echarme una mano. Ya sé que en estos momentos esa mano te gustaría echármela al cuello, pero ya habrá tiempo para eso cuando me despiertes. Entonces te lo explicaré todo y comprenderás por qué tenía que hacerlo. Créeme, no podía confiar en nadie más para esto. Tacha, estoy en tus manos.

 

            Nos vemos en la cripta…  cara “Julietta” mía.

 

P.d.: Tráeme algo de ropa, en el depósito no se estila llevarla puesta."        

 

           Me quedé allí, con cara de tonta, viendo cómo mis emociones formaban una torre de babel en mis entrañas y no sabría decir cuántas veces leí aquélla carta helada antes de romper a llorar. Después de aquel llanto de indulto en el patíbulo, que apenas duró un par de minutos, volví a besar la botella, esta vez para celebrarlo por todo lo alto. Cuando decidí poner fin al romance entre el vodka y yo, abrí la nevera dispuesta a ayudar al desgraciado de Arsenio, que me había dejado un botiquín con instrucciones, un arsenal de medicamentos y jeringuillas hipodérmicas, y el alma partida en dos. Lo saqué todo y me puse manos a la obra, me encontraba bien, no voy a negarlo, el horror había desaparecido, tenía trabajo que hacer y podía volver a odiar a Arsenio a placer. Rutina, pura rutina. 

 

            La peluca negra y lisa había empezado a picarme como una condenada, los tacones me tensaban los ligamentos con una tirantez desagradable y el traje de chaqueta entallado me hacía sentir como una longaniza de diseño, pero era así como se suponía que iba a conseguir engatusar al conserje del depósito, para que se fijara en mí en vez de hacerlo en mi credencial falsa. Con un maletín de médico en la mano, caminaba por el breve jardín que separaba la morgue del aparcamiento cuando vislumbré la entrada y comprendí que era el momento de ponerse la bata blanca. La dejé abierta para sacarle partido a mis curvas y me acerqué al mostrador contoneándome todo lo que mi falta de práctica me lo permitía. Aquel jovenzuelo canijo, nervioso y desgarbado, me echó el ojo en cuanto empecé a taconear por el pasillo; sin embargo, fingió que no se había percatado de mi presencia, no sé si por timidez o para hacerse el interesante, en cualquier caso, no coló. Al llegar a su altura, dejé caer la credencial sobre el mostrador y atrapé toda su atención con una mirada de miope que intensifiqué con una sugerente sonrisa. El pobre chico no tuvo ninguna oportunidad de poner en entredicho mi afirmación de ser la forense de guardia, estaba demasiado ocupado mirándome el escote y calculando las posibilidades que tenía de ligar conmigo; cualquiera con dos dedos de frente podría haberle dicho que no tenía ninguna, pero yo tenía su juventud a mi favor y pensaba aprovecharme de ello todo lo que pudiera. Le pedí con naturalidad que me llevara hasta el cuerpo que había sido hallado en la mansión Torres, él pareció abatirse por unos instantes, luego me explicó que mi visita no estaba prevista hasta primera hora del día siguiente y que, por tanto, no debía dejarme pasar. En su expresión compungida vi que era incapaz de negarme nada, así que no me rendí.

 â€•Tienes razón, la autopsia se hará por la mañana, pero necesito coger unas muestras del cadáver que no pueden esperar. De hecho, deberían haberse tomado en la mansión antes de trasladar el cuerpo, pero ya sabes lo que pasa con estas huelgas...

 â€•Sí ―dijo, aunque no tenía ni puñetera idea de lo que implicaba una huelga semejante―. Bueno, supongo que no pasa nada porque pase y coja sus muestras.

Salió de detrás del mostrador con un manojo de llaves y me indicó que le siguiera, yo me alegré de que no hubiera nadie a esas horas campando por los pasillos en busca de chismorreos con los que aligerar la guardia. Nuestros pasos retumbaban en los corredores vacíos de una forma un tanto tétrica, y la mezcla de olor a desinfectante y muerte no ayudaba en absoluto a disipar esa sensación estremecedora que provoca el estar rodeado de cadáveres a altas horas de la noche. Entramos en una sala atestada de neveras para fiambres y el chico extrajo de una de ellas el cuerpo de Arsenio amoratado por el frío. Al verle, empezaron a preocuparme los efectos que pudieran tener las bajas temperaturas y la escasez de oxígeno sobre sus constantes vitales. Realmente, por su aspecto nadie hubiera creído que seguía vivo, pero yo tenía que aferrarme a las palabras de su carta, al menos mientras le tuviera ante mí desnudo, entumecido y vulnerable. Como ya había imaginado, después de mi numerito barato de seducción, el chico no parecía tener la más mínima intención de marcharse, así que saqué del maletín unas gafas protectoras y se las entregué. ―Si vas a quedarte mientras tomo las muestras será mejor que te protejas los ojos, nunca se sabe qué puede haber en una salpicadura de sangre ―dije guiñándole un ojo. No sé cómo se tomó aquello, pero funcionó. Lo supe por la mueca de asco que había tras su media sonrisa cuando dijo ―Bueno, la verdad es que debería volver al mostrador. Avíseme cuando haya acabado―. Y salió de la habitación dejándome plantada con las gafas en la mano. Le oí alejarse por el corredor a toda prisa, y, cuando sus pasos dejaron de sonar, cerré la puerta sin hacer ruido. Saqué el instrumental, preparé la jeringuilla con la dosis indicada en las instrucciones y me dispuse a inyectarle. No sé por qué antes de hacerlo tuve la debilidad de mirar su cara, eso me hizo flaquear, el sentimentalismo se apoderó de mí y cedí al impulso de besar su boca. Sus labios estaban fríos, pero no era un frío de muerte sino de congelador y seguía sin oler a cadáver. El beso me dio ánimos para incrustarle la aguja en el muslo y apretar el émbolo hasta el fondo. Fue aterrador verle, casi de inmediato, abrir los ojos e incorporarse como un vampiro en una película de serie B. Retrocedí espantada; siempre había sospechado que había algo demoníaco en Arsenio, pero ahora estaba convencida de que era el mismísimo Lucifer en persona. Me miró, tosiendo y tiritando sobre aquélla tabla metálica, con una sonrisa perfecta y me dieron ganas de matarlo otra vez. Por desgracia tuve que conformarme con tirarle a la cara la ropa que le había traído y la dichosa pulsera de esmeraldas que me había dejado él. ¿Quién se creería que era para pensar que yo le necesitaba para robar pulseras?

―¿Dejaste la terapia?… Hiciste bien, era una pérdida de tiempo ―dijo sonriendo, al muy miserable hasta estar muerto le sentaba bien.

―De todas las cosas que hayas pensado decirme esta noche, sólo hay una que me interesa oír, ¿qué cojones estabas haciendo en casa de mi cliente?

Se puso serio, quizás estaba decepcionado por mi falta de interés en su numerito de fiambre, pero me miró haciéndose el duro como si nada de lo que yo pudiera decir le afectara.

―Tenía trabajo; pero al final decidí no hacerlo.

Tras arrancarse la etiqueta del dedo gordo del pie, empezó a vestirse por los calzoncillos, cosa que le agradecí a pesar de que su miembro viril había empequeñecido de forma considerable en el congelador. Se bajó de la bandeja con tanto aplomo como si fuera vestido de etiqueta, siempre me maravilló ver cómo se movía cuando estaba desnudo, con aquella naturalidad animal carente de pudor. Aparté la mirada de su cuerpo y me acerqué a él con cara de pocos amigos, no tenía ánimos para uno de sus juegos, sólo quería que me diera la información que necesitaba para poder perderle de vista cuanto antes. 

―¿Quién te contrató?  

―¿Lo has hecho a propósito, verdad? ―dijo mirando los pantalones arrugados y mugrientos de Quique que acababa de ponerse―. Sabes que detesto esta ropa de campesino en apuros. ¿Por qué no has traído algo de lo que dejé en tu casa?

―Hace tiempo que me deshice de todo.

―¿Y qué hiciste con mi Armani?

―No quieras saberlo. Contesta a mi pregunta.

―Sabes de sobra que no puedo hablar de mis clientes.

―Dejar un trabajo a medias no es propio de ti…

―La chica no merecía morir ―dijo encogiéndose de hombros―. Era tan guapa que preferí tirármela en lugar de matarla.

La mirada de Arsenio se hizo con mis ojos tratando de averiguar si me dolía estar al tanto de su actividad sexual. Ignoro si logré disimular el escozor que acababa de provocarme su malintencionado comentario, pero hice todo lo posible para no darle esa satisfacción.

―Así que tu objetivo era Carolina Torres ―dije a modo de conclusión. Arsenio asintió terminando de vestirse, y debí disimular bien los celos, porque su mirada de depredador pareció triste―. ¿Sabías que era hija de mi cliente cuando decidiste no matarla?

―Lo hice porque me convenía y basta.

Arsenio se guardó la pulsera de esmeraldas en un bolsillo del pantalón, abrió una de las neveras superiores, me miró durante un segundo y tiró de la bandeja.

―Te presento a mi primo, Roberto Roncano ―dijo y me puso ante las narices a una especie de clon suyo. El doble de Arsenio apestaba, quiero decir que era un muerto auténtico. Me tapé la nariz con la mano y con los ojos le interrogué sobre el motivo de tan macabra presentación.

―Ayúdame a ponerlo en mi bandeja.

Me quedé espantada viendo cómo le ponía su etiqueta en el dedo gordo del pie y la idea que cruzó por mi mente me pareció inmoral incluso para Arsenio.

―¿Has matado a tu primo para que te den por muerto?

―Sí, ya me conoces, no soy más que un puto asesino. ¡Cógele los pies! ―dijo de mal humor sujetando al muerto por las axilas.

No le creí, pero me quedé mirándole barajando la posibilidad de que fuera verdad. A Arsenio no le gustó demasiado comprobar que estaba dispuesta a creerle capaz de cualquier infamia.

 â€•Joder, Tacha… ―suspiró y dejó caer a su primo sobre la plancha de metal con un ruido de solomillo gigante―. Tenía una enfermedad terminal… fue él quien me pidió que le matara. Roberto sabía que el Sistema me había localizado en España, y me propuso usar su cuerpo para quitármelos de encima. Yo me negué, y entonces él se cortó las venas. Le encontraron antes de que se desangrara y le pusieron en tratamiento psiquiátrico. Era como un hermano para mí, no iba a dejarle hacer otra chapuza como esa.

―¿Y por qué no te limitaste a dejar su cuerpo en casa de Torres?

―Eso no hubiera colado, la policía italiana tiene mi ADN y, por lo tanto, el Sistema también.

―A ese comisario ni siquiera se le ha pasado por la cabeza que el muerto pudiera ser de origen italiano… ―dije ingenuamente.

―Oh, ya lo creo que sí. Les dejé una carta de mi madre en un bolsillo de mi chaqueta.

―Qué cabrón… ese comisario se lo cayó como un zorro mientras me ponía ojitos… ­â€•El rostro de Arsenio se ensombreció y volvió a coger a su primo por debajo de los hombros―. ¿Pero cómo han conseguido tu ADN?

―Haz el favor de cogerle los pies antes de que ese desgraciado vuelva para echarle otro vistazo a tus tetas y tenga que matarle.

Hice lo que me decía, estaba muy enfadado y no era sólo por lo que yo hubiera dicho, era por tener que dejar allí desvalido el cuerpo de un ser querido para que lo cortaran en trocitos. Le cambiamos de nevera en silencio, luego Arsenio le besó en ambas mejillas y, con una dignidad conmovedora, le arregló el flequillo con los dedos antes de empujarlo dentro del congelador.

―Distraeré al chico para que puedas salir ―dije cogiendo el maletín, dispuesta a largarme.

―Tacha, pero ¿qué haces?... ¿Te vas sin darme un beso?

Juntó las yemas de los dedos y agitó la mano en el aire varias veces. Esos gestos italianos le delataban aunque su castellano fuera perfecto.

―Será mejor que te calles antes de que cambie de opinión y deje que te las apañes tú solito.

―¡Ah…! Qué vergüenza… besarme estando cataléptico…

Me pilló desprevenida, la expresión de mis ojos se quebró y Arsenio pudo comprobar que había acertado, lo que le hizo sonreír con alegría de niño en la playa.

―Te conozco, Tacha. Sé cómo piensas, sé lo que haces, aunque no te vea hacerlo y sé lo que vas a hacer, justo antes de que lo hagas.

Le dediqué una larga mirada de desprecio y me di la vuelta para que creyera que iba a salir, pero lo que hice fue sacar el puñal y lanzárselo antes de que pudiera pestañear. Impactó en una de las neveras a la altura de sus ojos produciendo una estridencia metálica. La mirada sorprendida de Arsenio se endureció como el cemento armado, por un momento creí que iba a caer sobre mí, pero fue sólo un instante, enseguida sonrió enseñándome los dientes y se acarició el colmillo con la punta de la lengua, sólo le faltó ponerse aullar a la luna para demostrarme de qué pasta estaba hecho.

―Siempre olvido lo buen maestro que soy ―dijo con un brillo peligroso en sus ojos verdes y un mohín pendenciero en su boca firme de hombre hermoso.

Me fui, porque sabía que era un maniático de la última palabra, pero esta vez yo había ganado y él lo sabía.

Booktrailer de "Lágrimas de sabueso"

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