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“ACINIPO, TIERRA DE BORREGOS” (Málaga, 2006)

           Corría el año 87 cuando visité Acinipo por primera vez, y reconozco que de lejos, la pared del teatro no me pareció gran cosa, la verdad. Sin embargo, a medida que me fui acercando, creció ante mis ojos en altura y majestuosidad. Tiene Acinipo la grandeza misma del teatro... El mismo misterio, la misma verdad. Guardaba esta imagen en mi memoria y temía que al volver allí, casi veinte años después, sufriría una decepción. No fue así, las ruinas del teatro continúan tan arrogantes y poéticas como entonces. El paso del tiempo es el único espectáculo que se representa allí ahora; la lluvia, el viento y la nieve, los erosionantes espectadores; y como únicos actores, los borregos. Sí, ovejas, ovejas dentro de los camerinos, inundándolos de pelotillas marrones que no son precisamente de maquillaje. Esquiladas, con sus cuartos traseros de color rosa desafiando a los visitantes con total desfachatez. Las voces de los mimos, actores y cantantes del pasado han sido sustituidas por los balidos de un rebaño de ovejas rapadas. La acústica sigue siendo perfecta, eso sí, pueden oírse sus “Beee...” desde la última de las gradas, incluso desde más lejos. Llámenme sentimental, pero me dio un pasmo ante semejante visión; bucólica, pero surrealista. Luego, recordé las palabras de Ortega y Gasset: “Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender.” Y entonces, por fin, comprendí, claro..., sin duda, alguien debió leer eso que dijo una vez Hitchcock de que los actores eran como el ganado... y se le ocurrió llevar el ganado al teatro. Total..., ¿acaso no continúan aborregándose las nuevas generaciones de actores en trabajos de supervivencia mientras declaman a Shakespeare en las comidas de Navidad de la empresa o recitan a Lorca entre sus amigos cuando se toman una copa de más? Patéticos fracasados... pensarán algunos, pero ¿es que alguien les dio alguna vez la oportunidad que les han dado a estas ovejas? Es triste, muy triste, pero también cómico si se piensa en ello como metáfora de la situación actual del teatro. Al fin y al cabo, ¿cuándo ha importado aquí el futuro de un teatro, aunque sea del siglo I. a. c? Nunca podré olvidar el estupor de los turistas ingleses al ver los culos pelados de las ovejas entre las piedras del teatro. Apuesto a que pensaron que estaban en un país tercermundista. ¿Y quién puede culparles? La estampa era ciertamente tercermundista. Sentí vergüenza y rabia, qué carajo, esos ingleses tenían razón. ¿Qué demonios hacían allí esas ovejas? ¿Quién las había traído? Y sobre todo, ¿en qué estaba pensando la persona que tendría que llevárselas? ¡Que se larguen de allí de una maldita vez! ¡Por Dios, ya basta de pisotear el teatro! Y no crean que la cosa terminó ahí. Justo cuando, tratando de ignorar la declamación de las ovejas, me senté en una de las gradas para disfrutar del melancólico paisaje... Me llegó de una grada próxima el comentario de un desalmado que pretendía escalar la pared del teatro con sus amigos... ¡Santo cielo, me dije, el frontispicio invadido también por animales! Me puse a temblar imaginando a esos maníacos del alpinismo introduciendo sin piedad sus clavos entre las piedras del teatro como si de un K-2 se tratara. Y empecé a rogar para que un Deus ex machina cayera sobre ellos, cual alud castigador, borrándolos de la faz de la tierra. Entonces, de lo más profundo de mi ser surgió una incógnita... ¿Qué es peor para las ruinas de un teatro romano en este país, el abandono o los visitantes? Que Dios se apiade del teatro y de Acinipo, tierra de borregos... 

“21: BLACK JACK” (Crítica de cine) (Málaga, 2008)

            El salto al thriller del realizador de comedias Robert Luketic (“Una rubia muy legal”, “La madre del novio”, etc.) es un digno intento de subir un escalón más en su carrera cinematográfica, pero no deja de ser eso. Es cierto que logra mantener a lo largo de toda la película el ritmo que la historia necesita y es cierto también que cumple con la máxima Wilderiana, “no aburrir”, pero la película resulta previsible en todo momento lo que termina por resultar decepcionante. Ya antes de entrar a verla sabemos que el protagonista (interpretado por  el joven actor Jim Sturgess al que sólo se le puede reprochar su falta de carisma) caerá en la tentación de convertirse en contador de cartas en las Vegas y que la tentación vendrá de la mano de uno de sus profesores (Kevin Space), de manera que todo el planteamiento se convierte en un puro trámite. Más tarde, le vemos sustituir al líder del grupo de tramposos, caído en desgracia con el profesor, y sabemos que nuestro héroe será la ruina del malvado docente. Efectivamente, así ocurre. Y así, todo va sucediendo como esperamos. Tampoco la interpretación actoral resulta demasiado interesante, ni siquiera la de Kevin Space queriendo hacer parecer a su personaje mucho más malo de lo que realmente es. Los personajes secundarios no son más que estereotipos del cine norteamericano: empollones frikis, madre santa, adolescente chino algo pirado... En fin, siendo todo correcto en este film, nada sorprende, ni fascina. Así, el momento más sugestivo resulta ser la entrevista con el académico de Oxford tan cruel y desalmado como para hacer chistes sobre el futuro de un joven brillante pero pobre y tan lúcido como para espetarle: "hay cientos de estudiantes tan brillantes como tú, ¿qué es lo que a ti te hace especial?" Lástima que los guionistas desaprovechen la oportunidad de dejarnos ver su reacción cuando el joven le relata su experiencia vital en las Vegas; y, sobretodo, la  poca consideración de dejarnos con las ganas de saber si le conceden la beca o no. Lo cierto es que esperamos que ese chico inteligente, sensible y honrado del principio le dé una lección al arrogante petimetre de Oxford y que su experiencia vital sea un aprendizaje emocionante, una maduración personal, una historia de sacrificio y superación. Pero asistimos decepcionados a su transformación en un verdadero pringado, un ser estúpido, vengativo y traidor, cuya experiencia vital se reduce a adquirir la adicción de ganar dinero fácil. Y eso no es lo que cabría esperarse de niños que sueñan con Oxford. Tal vez los guionistas hayan querido reflejar el desencanto de una generación “obligada” a hacer trampas para lograr una oportunidad. ¿Pero qué pasa con todos los que, aun sabiendo que la competencia es feroz y que, en apariencia, ellos no tienen nada especial, siguen adelante sin hacerlas? Aunque la película parece justificar la falta de integridad de todos los personajes, ni siquiera sus autores se atreven a premiar al chico por coger un atajo. Lo que sí se atreven a decir es que el fin justifica los medios y que lo que importa en la vida es no ser un pringado como sus amigos cerebritos, ser la caña, eso es lo que de verdad cuenta.

 

"SOPONCIO DE ÁRBOLES" (Madrid, 2014) 

            Hay un olmo junto a mi ventana que no es un olmo como los demás, es el olmo que contemplo a diario, no hay otro en todo el mundo al que haya prestado tanta atención como a éste, de hecho, todo lo que sé de olmos lo he aprendido de él. Es un olmo flexible que se deja bambolear por el viento sin que éste lo quiebre, un olmo que, al atardecer, proyecta sombras chinescas sobre las paredes de mi casa, un olmo que hace espejear la superficie de mi mesa de salón cuando el viento le hace jugar con la luz, un olmo, en fin, que muestra el lento fluir de las estaciones cambiando su aspecto con coquetería. Pero es un olmo enfermo. Sus hojas aparecieron agujereadas la primavera pasada, hojas reticulares que me llenaron de una profunda inquietud. No supe detectar la plaga de Galeruca que empezaba a minar la salud del arbolito con sus voraces larvas. Por el grosor del tronco, calculo que mi olmo no debe ser de edad muy avanzada. El año pasado parecía un árbol fuerte, vigoroso, seguro de sí mismo, en cambio, este año la infección lo ha convertido en una pobre sombra de sí mismo, una sombra más triste y menos brillante, pero igual de obstinada en permanecer en su sitio a pesar de las inclemencias y de los insectos, aunque ahora se le empieza a apreciar una cierta inseguridad enfermiza… Dicen que todos los olmos de Madrid están corriendo la misma suerte. Unos lo achacan a los recortes: menos jardineros trabajando, menos presupuesto, igual a árboles indefensos que languidecen año tras año mientras los escarabajos se multiplican. Me pregunto cuánto durará mi árbol, no he visto a ningún jardinero por mi calle en los últimos dos años, no han venido ni a podar las ramas que ya se precipitan hacia el suelo víctimas de su propio peso, conque mucho menos a fumigar. Han venido, eso sí, unos funcionarios, uniformados como los jardineros o de manera similar, con unas máquinas monstruosas que te despiertan a las siete de la mañana con un ruido infernal y cuando parecen que ya se han ido regresan para limpiar el otro lado de la acera de hojas y porquería volviendo a despertarte. Limpian además de una forma que nuestras abuelas no aprobarían: con un chorro de aire que mueve la basura y levanta una implacable nube de polvo que finalmente acaba posándose de nuevo en la acera, pobre de cualquier asmático que tenga la desgracia de tropezarse con ellos en la calle. Supongo que esas máquinas serán más económicas y efectivas que los barrenderos, tan silenciosos e inofensivos ellos, pero a mí me abominan y me dan repelús. Y a mi olmo no le ayudan en nada, su infección continúa mermándolo. En los días de tormenta en los que el viento sopla con fuerza sus ramas arañan los cristales como pidiendo auxilio. Temo que mi olmo acabe siendo uno de esos árboles madrileños que se desploman sin remedio sobre coches, transeúntes o bocas de metro causando destrozos y estupor por toda la ciudad. También me pregunto cuántas personas observaran, impotentes, la decadencia inexorable y progresiva de sus árboles favoritos desde los cristales de sus ventanas sin saber qué hacer por ellos. Otros dicen que los olmos de Madrid siempre han tenido escarabajos y que siempre los tendrán, pero pienso que la diferencia entre tratarlos o no tratarlos es la que, supongo, determina que los árboles vivan o acaben muriendo. Tal vez, si los olmos fueran más fuertes sobrevivirían por sí mismos, sin embargo, su fortaleza radica en su capacidad para adaptarse a los elementos, a las situaciones difíciles propias de cada estación, temo que para enfrentarse a la Galeruca precisen de un poco de ayuda. Nadie sabe por qué se desmayan los árboles en la capital, o nadie lo hace oficial, pero ahí están las plagas. Ojalá no tengan nada que ver, porque si los recortes en jardinería provocan la caída de los árboles, ¿qué provocaran los recortes en sanidad? ¿Cuántos caeremos impotentes como los olmos mientras siga imperando la ley de la naturaleza? “Los fuertes sobreviven, los débiles mueren”, sólo nos queda el consuelo de causar terribles destrozos desplomándonos sobre aquéllos que nos hicieron caer, sobre los codiciosos, los corruptos, los avariciosos, los clasistas, los usurpadores, los ladrones, los egoístas y los ignorantes que piensan que nunca les tocará a ellos. Pero ellos también caerán, tal vez no hoy ni mañana, pero caerán, por su propio peso, como las ramas cargadas de ramificaciones e inmundicias de los olmos.

 

"CORRED, CORRED… INSENSATOS" (Madrid, 2014)

            A veces, cuando paseo por el Retiro, me quedo mirando con compasión a la gente que corre dando vueltas y más vueltas al parque. Algunos lucen hermosos cuerpos, dignos de formar parte del conjunto de cuerpos esculpidos antaño por los artistas griegos, ahora los cuerpos son esculpidos también, sólo que a golpe de carrera por sus mismos propietarios. Los hay que corren con arrogancia, la cabeza alta, la respiración controlada, la ropa deportiva luciendo marca, concentrados, no se sabe si en su respiración o en la música de sus “MPloquesea”, sin ver a nadie a su alrededor, ajenos al sudor que brota de sus gráciles cuerpo (los corredores parecen sudar por partes de su cuerpo que el resto de los mortales jamás verán echar una sola gota). Otros, en cambio, sufren un calvario mientras corren, jadean con más sufrimiento que un tenista de élite tras varias horas de partido. Sudan, éstos, sin gracia, cada gota brota con dolor de sus poros y parece tener peor olor, sus piernas avanzan con torpeza, no parecen correr, sino andar deprisa, son los que mueven a la más profunda compasión. Dan ganas de pararse a jalearlos o a consolarlos y cuesta no ceder al impulso de preguntarles por qué se machacan así o qué han hecho para merecer semejante castigo. Y en contra de lo que cabría esperarse, los hay de todas las edades en ambos grupos, los que corren sin esfuerzo y los angustiados, se diría que la fortaleza del corredor no radica en la juventud, no sé dónde radicará, si en la voluntad, en el afán de superación o si en el secreto y malsano placer de auto castigarse. Siempre que veo a un corredor me pregunto adónde irá con tanta prisa. "Es muy sano", oigo opinar a la mayoría, yo personalmente no puedo creerlo. Me parece una forma de cuidarse un poco violenta y dudo que su práctica no deje mella en el organismo. Para los que como yo, no hemos corrido mucho, ni siquiera de niños, resulta sobrecogedor ver correr a otros, pero al mismo tiempo hay algo fascinante en ello, una secreta admiración, tal vez. Mi aparato respiratorio nunca me permitiría correr así, ni yo tampoco lo intentaría. Quizás, por haber leído a Séneca que aconsejaba no apenarse por la muerte de un ser querido, puesto que desde la cuna… “todos caminamos hacia la muerte”. Y entonces… ¿para qué apresurarse hacia ella corriendo? Veo a esos pobres corredores, día tras día, llueva, truene o hiele, con frío o con sofocante calor, de día o de noche, sea laboral o festivo y pienso: “Corred, corred… Insensatos…”

"LOS DOMINIOS DE LOPE" (Madrid, 2015)

            “Parva propia magna/ Magna aliena parva”, o lo que es lo mismo: “Lo pequeño siendo propio es grande/ lo grande siendo ajeno es pequeño”, esta es la inscripción que Lope de Vega hizo poner en el dintel de su casa. Parece ser que su intención era la de dar la impresión de que la casa era más pequeña de lo que en realidad era, para evitar así la obligación de acoger a un extraño en su hogar, según ordenaba la llamada “Regalía de aposento” que obligaba a ello a los madrileños en el siglo XVII. Era pues lo que se conocía como una casa de malicia, o a la malicia, como no podía ser de otra manera siendo su dueño poseedor de un ingenio tan malicioso como fecundo. Visitar la casa de Lope es una experiencia emocionante para todos los que amamos el teatro y a pesar de que nos informan durante la visita guiada de que los enseres y los muebles no pertenecieron al escritor, sino que se trata de una especie de recreación de lo que debió ser su vivienda, eso no impide que estar dentro de su casa, recorrer las habitaciones, subir las escaleras, ver la imagen de san Isidro a través del ventanuco por el que lo contemplaba Lope desde su lecho, estar junto al pozo de su “güertecillo” y cargarse de las sensaciones que emanan de su casa, nos haga sentir más cerca del autor. Ver el interior de su aposento es conmovedor simplemente por estar allí. Para La última propietaria del inmueble debió ser una experiencia algo extraña habitar la casa de Lope de Vega, claro que todo dependerá, imagino, de si se trataba o no de una persona interesada por su obra. De cualquier modo, tienen las casas de personajes célebres una especie de rastro o impronta de aquellos que vivieron mucho tiempo en ellas, sobre todo si, como es el caso de Lope, esas personas han fallecido allí. La guía insiste una y otra vez en que nada de lo que hay allí perteneció a Lope, eso, siendo verdad y siendo justo que adviertan al visitante sobre ello, no deja de ser desasosegante, ya que aniquila cualquier esperanza que el visitante pudiera albergar de adentrarse con detalle en la intimidad del autor. Y es que anhelamos la unión con su arte, el conocimiento de su mente y la complicidad con sus traiciones e infidelidades amorosas, dignas de ser obviadas sólo por haber constituido el germen de unos personajes femeninos tan veraces y auténticos como sólo podía crear un mujeriego romántico y sentimental como Lope. Las mujeres de Lope son mujeres que trascienden los sueños de los hombres, así como los deseos de éstos, son mujeres ingeniosas, atrevidas, seguras de sí mismas y sensuales gracias a su propia erótica y no a la de los hombres. Mujeres que persiguen sus anhelos por encima de convencionalismos e imposiciones masculinas, mujeres a las que la pasión arrastra y transforma hasta conseguir arrastrar y transformar las pasiones de los hombres. Mujeres que aparentan ser menos de lo que son, mujeres de malicia, creadas por Lope para burlar las leyes injustas y abusivas de la corte de su época (en todas las épocas las hay). Mujeres capaces incluso de empujar a todo un pueblo a la revolución, como el mismo Marco Antonio de Shakespeare hiciera en su obra, “Julio César”. Las mujeres debemos a Lope habernos hecho visibles en un escenario, no por ser amantes, esposas, hermanas, hijas o madres, sino por ser nosotras mismas. Y los hombres le deben exactamente lo mismo. Supo Lope retratar el alma humana con autenticidad y simpatía, las miserias que encerramos como especie suelen describirse la mayoría de las veces con una crudeza descarnada que causa estupor y rechazo en quienes las contemplan. Lope supo hacerlo con amor y comprensión infinitos. Asistimos en sus comedias al espectáculo de nuestras debilidades con una sonrisa en los labios y salimos del teatro con el deseo de ser más tolerantes con las del prójimo. Lope miraba el mundo como un genio travieso, tramando mil enredos románticos y épicos, Lope era Puck, nos untaba su esencia mágica en los párpados y nos hacía ver el mundo a su manera, un mundo más optimista, más auténtico y más digno, incluso en la adversidad. También él, como sus mujeres y su casa, era un autor más grande de lo que parecía, era y siempre será, un autor de malicia.

"Patinando en la oscuridad" (Madrid, 2015)

           El pasado fin de semana algo hizo que me pusiera a reflexionar sobre cuestiones relacionadas con la manera en la que reaccionamos ante la más mínima interrupción de nuestra rutina. ¿Por qué será que nos acostumbramos a hacer siempre las mismas cosas incluso en nuestro tiempo de ocio? ¿Es el miedo lo que nos empuja a la repetición o es la falsa apariencia de seguridad la que nos hace vivir como autómatas? Lo mismo que si el dolor no fuera capaz de alcanzarnos dentro de esa maraña de acciones que ejecutamos a diario, nos sumergimos en las tareas cotidianas, sin descanso, creyéndonos falsamente a salvo. Y, sin embargo, cuando algún suceso inesperado (no necesariamente malo) viene a interrumpir nuestra monotonía, a pesar de que empezamos percibiéndolo como una contrariedad, termina por fascinarnos. La incertidumbre que se abre ante nosotros nos atrae con la misma intensidad con la que nos inquieta y, aún así, nos resistimos a disfrutar de la novedad protegiéndonos de antemano, quizás, por puro instinto. Mucha gente suele patinar los fines de semana en el Retiro, yo entre ellos, es una rutina de ocio y deporte como otra cualquiera y que como tal impone sus hábitos: en primavera-verano, por la tarde-noche huyendo de la calima y en otoño-invierno, por la mañana huyendo del frío. Y esto se repite cada fin de semana, excepto cuando llueve. Sin embargo, hubo un sábado en que algo cambió: al caer la noche las farolas del paseo de carruajes no se prendieron como de costumbre y, lentamente, nos vimos envueltos en una penumbra incipiente que terminó por convertirse en una oscuridad inexorable. Los móviles se convirtieron en luciérnagas improvisadas y mientras en los corazones más intactos empezó a brillar la promesa de una aventura, en los más maltratados se fue instalando la zozobra de una acechanza. Mi mente, tratando de alejar esos pensamientos negativos a los que equivocadamente nos aferramos en cualquier situación imprevista que se nos aparece con apariencia de posible desastre, me repetía: “Confía, confía, confía…” hasta que poco a poco… confié. Más de una piedrecita o ramita o qué sé yo vino a entrometerse entre las ruedas de mis patines haciéndome trastabillar alguna que otra vez, pero no llegué a caerme y, a medida que sorteaba obstáculos, deslizarme en la oscuridad se iba convirtiendo, también para mí, en una aventura. Entretanto, a mi alrededor, los padres, inquietos, llamaban al orden a sus retoños a los que no querían perder de vista y los niños una y otra vez escapaban, jugando, del cerco luminoso de los móviles de sus mayores atraídos por la oscuridad. La luna llena brillaba triunfante sobre nuestras cabezas y a nuestro entorno bailaban luces y sombras por doquier, todo era en fin tan romántico que la poesía también parecía haber llegado de improviso al Retiro consiguiendo que empezáramos a encontrarnos cómodos en esa oscuridad que nos había atrapado. Era algo peligroso, todos lo sabíamos, nos acechaban tropezones, choques, atropellos y caídas, pero nada ocurrió, sólo, eso sí, que el parque se fue quedando vacío mucho antes de lo acostumbrado. Y fue tan delicioso patinar en la oscuridad como reveladoras las sensaciones que experimentábamos al hacerlo. La experiencia nos hizo recordar que siempre podemos contar con nosotros mismos para salir adelante ante cualquier imprevisto, que podemos deslizarnos por la vida con la inquietud a cuestas de una posible caída que, no obstante, no tiene por qué producirse y que basta con disfrutar el presente desechando el miedo a lo porvenir y patinar seguros en la oscuridad. Misteriosamente seguros… Y, confiando en que todo irá bien, disfrutar del aquí y ahora.

"Erick, el fantasma" (Madrid, 2016)

El horripilante maquillaje de Lon Chaney en “El fantasma de la ópera” parece espantar al mismísimo Erick al que da vida o, al menos, así parece dárnoslo a entender la expresión de su rostro al verse retratado en el terror con que le mira la mujer que ama. Pero el maquillaje sólo es un elemento más de la brillante y conmovedora interpretación que Chaney nos ofrece de su personaje a lo largo de toda la película, donde vemos al monstruo pasar del miedo al frenesí, de la risa sardónica al abatimiento más profundo, o del odio al amor, con una determinación y una elegancia de movimientos tales que nos provocan la misma dosis de atractivo y repulsión hacia el criminal solitario que habita en los subterráneos del teatro de la ópera de París, recreados magníficamente por Rupert Julian para ambientar su versión expresionista de la novela de Gaston Leroux. Con dicha puesta en escena, Julian nos sumerge en el grandioso ecosistema humano que conforman los trabajadores del gran teatro parisino, donde todos tienen su lugar y su función, donde la vida y la luz habitan en la superficie, y la muerte y la oscuridad acechan bajo tierra, creando todo ello un universo propio que oscila, como el color de la película, del blanco de los tutús de las jóvenes bailarinas pizpiretas, traviesas e inocentes, al negro del corazón mismo del fantasma tétrico, oscuro y amargado que es el protagonista del film. Un pequeño mundo, en fin, que refleja la misma sociedad de la época, esa sociedad de la que Erick, el monstruo, debe ocultarse para evitar su rechazo y a la que debe acceder sólo a través de trampillas para volver a desaparecer de inmediato sin ser visto. Así, resentido con la humanidad e incapaz de amar, Erick querría por encima de todo ser amado por su adorada Christine. Pero consciente de que con su físico jamás conseguirá inspirarle verdadero amor, se propone inspirarle gratitud convirtiéndola en prima donna, con la intención de que esa deuda logre encadenarla a él para siempre. La ingenua e infantil inteligencia de la joven no tiene ninguna posibilidad frente al ingenio retorcido del homicida, cae en sus redes como un pajarillo indefenso al que la ambición de elevar el vuelo hasta lo más alto de la carrera lírica la hace confiar ciegamente en su maestro, a quien tan solo cree interesado en su voz. Su juventud ignora que en el mundo de la ópera todo tiene un precio y que el talento como moneda de cambio no suele tener valor alguno. Pero la verdadera motivación del fantasma sale a la luz cuando descubre que Christine está enamorada de Raoul, entonces, los celos y el dolor desatan su rabia asesina, y su cruel determinación de poner satisfacción a sus deseos queda patente cuando no duda en condenar a Christine a la reclusión y al sacrificio de un matrimonio no deseado, al que debe entregarse si quiere librar de la aniquilación más retorcida a su amado Raoul. También Erick, en su romanticismo, había pecado de ingenuo al esperar que la pasión que ambos sentían por la música fuera suficiente para obrar el milagro de que una hermosa joven como Christine Daaé pudiera llegar a amar a un hombre deforme, sólo por su  talento. El decadente romanticismo del monstruo se deja sentir, asimismo, en la belleza barroca de cada uno de los detalles que adornan su vivienda en los sótanos de la ópera, el preciosismo impera en sus dominios hasta en los más mínimos detalles, incluidos sus artilugios de tortura: como el escorpión y el saltamontes, con los que Christine deberá elegir su destino; o la alarma que alerta a Erick de la presencia de intrusos, que él con su cinismo llama “invitados” o incluso la cámara de los suplicios, decorada como si se tratara de un teatro en el que el espectáculo a representar es la misma muerte. Todo alrededor del personaje del fantasma es misterio, elegancia, exotismo e intelectualidad malsana. Los mismos atributos que volveremos a ver décadas después en el personaje de Hannibal Lecter en “El silencio del los corderos” de Jonathan Demme. Erick es un hombre de pasado enigmático, identidad múltiple (“el mago de las trampillas”, “el fantasma del palco número cinco”, “el genio de la música” para Christine) e inteligencia superior: es músico, compositor, ventrílocuo, arquitecto…, es diabólico en su inteligencia y amargo en el humor y siempre la dignidad y el orgullo impregnan todas sus acciones, las más viles y las más altruistas también. Por todo ello, la personalidad del fantasma subyuga al espectador. Julian, inteligentemente, nos la desvela paso a paso a medida que avanza la trama y cuanto más sabemos de Erick, más queremos saber. Así, la intriga de la película se inicia con el misterio de la presencia de un fantasma en el palco número cinco del teatro de la ópera, y mediante el humor y la destreza del fantasma para burlar a los dueños del teatro, a los que pretende imponer sus deseos, nos deslumbra y se gana nuestras simpatías. Más tarde, el amor que siente por la aspirante a diva, nos muestra sus sentimientos románticos y nos desvela su lado más humano, aunque enseguida se nos advierte (al verlo sabotear la araña del teatro para que se derrumbe sobre los espectadores) de que la crueldad y la falta de compasión del magnético diablo de Erick no tienen medida, así, no duda en seducir y arrastrar a Christine a las profundidades de la ópera, haciendo que le siga de una forma tan irresistible que su entrega nos recuerda a un estado de trance hipnótico y su descenso por los pasadizos subterráneos se nos figura una bajada a los infiernos. Por último, el uso del color escarlata, en el disfraz de “la muerte roja” que elige Erick para el baile de máscaras, siendo la película en blanco y negro, actúa como un anticipo de la ira que se va a desatar sobre los amantes. Dejándonos la imagen inolvidable de la muerte roja cabalgando en la noche a lomos de una estatua sobre las cabezas de Christine y Raoul con su capa roja ondeando al viento, visión que  transforma a Erick ante nuestros ojos en uno de los jinetes del apocalipsis dispuesto a conjurar todos los males del infierno para hacerlos caer como un baño de sangre sobre la pareja de enamorados.

            La película de Rupert Julian, aún siendo bastante fiel a la novela de Gaston Leroux, difiere de ella en el destino final del fantasma, mientras en la película es condenado a una muerte horrible a manos de la multitud, en la novela, el amor de Erick por Christine es verdadero y, como tal, capaz de transformar todo su rencor y odio, hacia la humanidad, en renuncia y aceptación, así Erick, al dejar escapar a Christine con Raoul, sacrificando su propia felicidad a cambio de la del ser amado, es redimido de todos sus crímenes. Erick acepta su destino solitario y logra, así, sanar su atormentado espíritu, convirtiéndose al fin en el verdadero “Don Juan triunfante”, que da nombre a su obra maestra como compositor. El Erick de la película, por el contrario, es un ser mucho más abyecto que sólo renuncia a Christine para escapar de la turba asesina que él mismo ha desatado y de la que se burla por última vez, engañándoles con su maquiavélica y superior inteligencia, antes de dejarse devorar por ella. El destino de la joven Christine se nos antoja en la película igual de trágico que el del propio fantasma: Christine ama a Raoul, pero su verdadera pasión es la música. Raoul dice corresponder al amor de Christine, pero quiere retirarla de la profesión que tanto ama. Erick, que también dice amarla, quiere llevarla a lo más alto de su carrera, pero exige que se entregue a él de por vida. Pobre Christine, obligada a elegir entre una vida dedicada a su profesión, casada con un monstruo, o casarse con el hombre de sus sueños, renunciando a su desarrollo personal. Ninguno podrá hacerla feliz, ni el escorpión que inundará su vida hasta asfixiarla, ni el saltamontes, que la hará saltar por los aires en mil pedazos.

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