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“EL HÁBITO NO HACE A LA MONJA” (2002)

       Un momento. (Se persigna) Ya. Perdonadme, pero es una manía que tengo. Yo es que estuve catorce años en un colegio de monjas y no veas qué putada. Lo de la manía, digo. Bueno, lo de estar en un colegio de monjas también. Ahora que lo mío no es nada comparado con lo de mi amiga. Mi amiga hace la señal de la cruz diez veces seguidas, sin parar, y lo hace tan rápido que parece que está tocando la guitarra flamenca. (Hace la mímica de persignarse muy rápidamente, estirando la mano izquierda como si sostuviera una guitarra)

       Es que a mi amiga el colegio de monjas la volvió loca. A mí no, a mí me volvió mala. Por ejemplo, yo empecé a mentir cuando me confesé por primera vez. Porque como yo no tenía pecados, me los tuve que inventar para no quedar mal delante del cura. Es que yo quería contarle algún pecado original; pero claro, con ocho años, el único pecado que yo tenía era ése, el original, y porque viene de fábrica, que si no... Total, que después de mucho pensar se me ocurrió un pecado de puta madre. Me fui a poner de rodillas y me dijo mi amiga, que venía detrás y ya se había arrancado ella por “soleares”:

−Dile ave María purísima, dile ave María purísima, dile ave María purísima. (Esto lo dice persignándose y hablando con rapidez)

―¡Ay, hija!

Me puse de rodillas y le dije al cura:

―Ave María purísima.

―Sin pecado concebida.

―¿Quién yo?

Me dejó muerta. Es que ya ni el original iba a poder confesarle, vamos. Ahora que yo me armé de valor y le solté:

―Padre, me confieso de haber leído el Kamasutra.

El cura me miró así, (Imitando la mirada socarrona del cura) y me dijo:

―Niña, si eso no se lee.

       Al final me confesé de ser una mentirosa, cosa que yo nunca hubiera sido si no me hubiera tenido que confesar. Las cosas de la Religión son así, tienen esas paradojas. Como lo de las apariciones Marianas. A mí cuando me dijeron que la Virgen se le aparecía a los niños que eran muy buenos, me entraron unas ganas de hacer travesuras... Coño, qué susto. Imagínate el plan, la Virgen ahí delante de ti:

―Soy la Virgen María, soy la Virgen María...

―(Lloriqueando) Pues como no te vayas me voy a cagar en tu tía. Hombre, por favor, que soy una niña, que me vas a traumatizar.

       Ahora, acojonante, de verdad, lo de la “llamada”... Como te llamara el Señor… ¡te tenías que meter a monja! Y, por lo visto, el Señor en eso de llamar era muy caprichoso. Vamos, que lo mismo podía llamar a una buena persona que a una hija puta. Ahí no había escapatoria. Otra cosa que también daba mucho miedo era cuando se ponían a contarte la vida de los Santos. Que digo yo que los santos harían muchas cosas buenas, ¿no? Por algo eran santos. Pues nada, ellas sólo te contaban los martirios que habían tenido que sufrir los pobrecillos. Pero con pelos y señales, que salías de clase de religión como si hubieras visto “La matanza de Texas”. Asqueadita perdía...

       Y después, con todo el morro, te decían que había que ser buena. Sí, buena, no te jode, ¿buena para qué? ¿Para que se te aparezca la Virgen?, ¿para que te llame el Señor y te tengas que meter a monja?, ¿o para que te coja un psicópata y te destroce viva? Anda hombre, por Dios. Yo mala... Todo lo mala que pueda.

       Pero siendo mala, tenías que tener mucho cuidado con las pelotillas de la clase, que eran más chivatas que unas ojeras después de una juerga. Las llamábamos pelotillas porque se pegaban a las monjas como mocos y eran igual de asquerosas. Como se chivaran, las monjas te mandaban a la biblioteca a estudiar y te quedabas sin recreo. Aunque daba igual, porque de todos modos: si llegabas tarde, no ibas al recreo; si hablabas en misa, no ibas al recreo; si no te sabías la lección, no ibas al recreo; si decías palabrotas, no ibas al recreo... (Enumerándolas muy rápido) ¡Coño! ¿Para qué querías ir al recreo, si allí no había nadie con quien jugar? Para eso te ibas a la biblioteca que estaba todo el mundo jugando a los barquitos.

       Lo malo era que como se cabrearan mucho, lo que hacían era darte lo que ellas llamaban un “cachete”, que yo no sé por qué lo llamaban así, porque te lo daban en todas partes menos en el culo. Deberían haberlo llamado como lo que era, una hostia. Oye, y luego, con todo el cuajo, se extrañaban de que hubiera niñas que no querían hacer la comunión. Pues claro que no, te daba la hostia una monja y no veas lo que dolía, si te la daba el cura gordo, te desgraciaba para toda la vida. A mí la hostia más grande me la dio la madre “Dolores”, porque estaban dando una charla sobre las misiones y se me ocurrió preguntar que qué era eso de la postura del misionero. No veas, ¿sabe? Aquello no fue una hostia, aquello fue un hostión de esos que se toman los curas en la misa, que lo tienen que partir en cuatro trozos para que les quepa en la boca. Ahí fue cuando yo me di cuenta de que la postura del misionero tenía que ser algo relacionado con el sexo, porque las monjas son como los penes, nada más que oyen hablar de sexo se ponen muy tensas, muy tensas, muy tensas… Y como siempre llevan una pelotilla a cada lado…

       Y para colmo, cuando te empezaban a salir los pechos, las monjas se ponían muy pesadas:

―Niña, abróchate el botoncito, niña, que te gusta mucho provocar.

―¿Provocar? Pero madre, si llevo un jersey de cuello vuelto. 

―El botoncito de la rebeca, niña. Y a ver si le dices a tu madre, que te compre ya un sujetador. (Poniendo los dedos índices delante de los pechos como si fueran los pezones) ¿Pero cómo te vas a comprar un sujetador? Si para la mierda de pecho que tú tienes con once años no hay ni tallas.

       Bueno, y luego, como te vas haciendo mayor, te da un corte tremendo llevar el uniforme.

―Es para que no se noten las diferencias de clase entre unas niñas y otras ―dicen ellas.

―Y una mierda ―digo yo. El uniforme consistía en un polito blanco y una falda. Las niñas de dinero, llevaban en el polito un cocodrilo. Tú no, tú eras becaria, tú llevabas un arbolito o un centauro con un arco y una flecha, que cuando te sentabas al lado de una pija, hacías así (Hace algún movimiento para que el dibujo del polito se mueva) y decías: A ver si se le dispara la flecha y mata al cocodrilo, leche. Y las faldas tampoco eran iguales. Las ricachonas llevaban una falda nueva todos los años, tú llevabas la misma del año pasado con un añadido de tela aquí arriba, que para que no se notara tenías que llevar el polito por fuera y te pasabas el día dándote tirones, que cuando acababa el curso parecías una rapera. Y es que hay que ver la manía tan tonta del uniforme. Si ya lo dice el refrán: “El hábito no hace al monje”... y a la monja menos. Buenas noches.

“ME CASÉ CON UN CHINO” (2003)

       Buenas noches. Mi marido no me entiende. Y no lo digo para ligar, ¿eh? Lo que pasa es que no me entiende porque es chino. Es que cuando cumplí los cuarenta mi padre me dijo: “Niña, ven para acá. ¿Tú qué haces que no te casas? Estás chalada. Ya verás lo pronto que te encuentro yo a ti un marido.” Yo pensé: “Pobrecillo… Está chocho ya, se le va la pinza…” Y no le hice ni caso. Pero cuando me quise acordar me había apuntado a una agencia matrimonial, se llamaba “Estambres y pistilos”. Yo le dije: “Papá, ¿estás seguro de que no me has apuntado a un taller de arte floral? Mira que, con ese nombre, ahí nada más que va a haber batatas escocidas ya, y a mí no, ¿eh?” Y me dice: “¡Anda, niña! Esto es un sitio de calidad, un sitio serio. ¿Te voy a llevar yo a ti a un sitio malo?”

―Bueno, ¿Y a qué viene eso de poner en la ficha una foto mía del instituto?

―El que tuvo, retuvo…

―Pero, papá, por Dios, si yo ya nada más que retengo líquido antes de la regla… (A alguien del público) Sí, todavía tengo la regla, ¿qué pasa? Niñata…

       Y no contento con eso, puso en la ficha que yo era una flor tardía, que tenía un pistilo muy suculento y que no me importaba relacionarme con flores de temporadas pasadas… Me llamó para pedirme una cita Chelo García Cortés.

       Y después fue cuando me casó por Internet con el chino. Yo, cuando me enteré, no me quería enfadar, me fui para el ordenador,  arranqué el cable ADSL y por poco estrangulo a mi padre con él. Aunque luego, pensé: “Bueno, vamos a verle el lado positivo a esto: Marido… Chino… “Imperio de los sentidos”…” Y fui y me compré una cama de matrimonio. Le puse un colchón de agua con jacuzzi incorporado, sábanas termo-inteligentes: en verano daban fresquito y en invierno calor. Total, que La cama no era de cuatro patas, era de cuatro estrellas.

       Nos fuimos al aeropuerto a esperar al chino y le digo a mi padre: “Papá, dime cómo se llama el chino que voy a hacer un cartel para que no se pierda el hombre”. Y va y me dice:

―Se llama, Kimono no kita.

―¡¿Kimono no kita?!...

―¡Sí!

―¡Pero, papá, si no kita, no kato!...

Y en esto que veo a un famoso por el aeropuerto…

―¡Mira, papá, mira quién viene por ahí!... Tu ídolo, Chuck Norris...

―Anda niña, ¿no estás viendo que es tu marido que se ha teñido de rubio para estar más guapo para ti?  

Me quedé allí, petrificada, viendo cómo se me venía encima la versión rubia del Fary. Llega el chino se me planta delante y  dice: 

―Mí, Kimono no kita.

―¡Ay, ¿por qué no habré escondido yo el cartel?!

-Mí Kimono no kita.

-Ya, ya me he enterado. ¡Que no se te vaya a olvidar, ¿eh?! Tira…

       Nos fuimos para la casa. Y yo, como el chino acababa de llegar y no tenía trabajo, le dije que él se ocupara de las cosas de la casa”. (Ríe de forma traviesa) ¡Qué subidón! ¡Me quedé más a gusto que si hubiéramos hecho el Kamasutra entero! Es que, de verdad, la auténtica y verdadera liberación de la mujer consiste en decirle a un tío: “Tú ocúpate de las cosas de la casa”. Y no en ponerse a trabajar, que eso no libera ni a Nacho Vidal.

       Aunque después me di cuenta de que eso de ocuparse de las cosas de la casa, en china, debe significar otra cosa, porque cuando volví del trabajo la cama no estaba. Lo que había era una esterilla y una estantería muy rara con una estampita de Buda, unas flores, unas velas y muchos lazos de colores. Yo no quería discutir el primer día y digo: “Vamos a ver, ¿qué me habrá querido decir a mí el chino con esto?” Dice mi padre: “Querrá ir de acampada el muchacho, llévalo.” Y entonces me fijo bien en la estantería y le digo: “Papá, esto no es una estantería… Mira, el somier de láminas, el cabecero… ¡Esto es mi cama!...” Me dio un coraje, con el dineral que me había costado la cama, que arranqué la foto de Buda, las velas, los lazos de colores… Y en esto que llega el chino y pega un chillido... El chillido de un chino es más penetrante que un rayo láser y más agudo que la nota más aguda de Montserrat Caballé, pero cuando se pilla los dedos con el piano. Nos dejó a mi padre y a mí como dos pescados asados, con los ojos en blanco y la boca abierta. Dice mi padre: “Me parece que ahora quiere ir a ver Madame Butterfly.” Yo ya iba a estrangularlo cuando, de repente, me asaltó una sospecha horrible. Me fui corriendo para la terraza y, efectivamente, allí estaba: ¡El colchón de agua convertido en un cultivo hidropónico de arroz!

       Esa es otra, arroz para desayunar, arroz para almorzar, arroz para merendar, arroz para cenar... ¡Coño, que estoy más estreñida que Gandhi cuando hacía huelga de hambre! Me han salido unas almorranas… que no las puedo sufrir en silencio, porque chillan ellas cada vez que me voy a sentar: “¡No!... ¡No!...” Me dan ganas de bajarme los pantalones, ponerle el culo en pompa al chino y decirle: “Chilla, hijo, chilla. A ver si con el láser me las quita...”

       Pero, bueno, tengo que reconocer que casarse con un chino tiene una cosa muy buena, ¿qué digo buena? Cojonuda. Y es que los parientes de tu marido están a tomar por culo. (Se ríe con malicia) No los tienes que ver ni en Navidad. (Vuelve a reír, pero de repente se pone seria) Eso era lo que yo me creía, porque en el mes de febrero, llaman a la puerta, abro: “¡Coño, un dragón! ¿Esto qué es?” En esto que el dragón abre la boca, se asoma un chino, horroroso, y me dice:

―Felicidades, tú sel una lata.

―Mira, éste…

―Tu malido sel un mono.

―Sí, eso es verdad.

―Esto sel una unión muy buena pala ti. Significa, tú feliz matlimonio.

―Mira, mandarino, tú eles un dlagón, mi padle sel un bombelo, esto sel una unión muy peliglosa pala ti. Significa, tú, dalte el pili.

Y le di con la puerta en las narices al dragón. Pero entonces llegó el chino y se puso a chillar, láser para allá, láser para acá, aquello parecía la estrella de la muerte, yo Chewbaca dando chillidos y corriendo de un lado para otro y mi padre la princesa Leia, con las orejeras que se había buscado, el tío. Total que tuve que dejar que entrara el dragón. Veinte chinos había dentro y todos venían a quedarse. La casa entera se me llenó de chinos y de esterillas. Aquello parecía la playa de la Malagueta en el mes de agosto. Me levantaba por las mañanas y me los encontraba a todos rezándole a la cama.

       Yo, cuando pasó una semana, le dije al chino que no me salían las cuentas. “¿Cuentas? ¿Cuentas?” Y va y me hace un collar.

Yo me quité el collar de un manotazo y le dije:

―¡Que no hay arroz para tanta gente!

―¿Aló, aló?

―No, aló no, ¡aloha a tu gente ya!

       Y entonces fue cuando les dio por dar clases de Taekwondo en la alfombra del salón... Malas puñaladas le den a Kunfú… Yo no me quería enfadar y dije, bueno, vamos a verle el lado positivo a esto. "Venga, enseñadme defensa personal que vaya yo tranquilita por la calle". ¡Dios mío! ¿Para qué les diría yo nada? ¿En qué momento se me ocurriría? Se pusieron todos los parientes de mi marido en fila y me hincharon a hostias y a patadas. Salí del salón dando tumbos, tropecé con un biombo, me resbalé con una esterilla, dice mi padre: “Niña, ¿ya te has bebido todo el Sake que había?” Y me lo veo con un pijama como el de los chinos, con la cabeza rapada y sentado en el suelo con las piernas cruzadas, que yo no sé cómo un hombre de ochenta años se puede sentar así, y va y me dice que se ha hecho monje Zen. “¿Monje Zen? ¿Eso qué es, papá, un mucolítico?” Y salta:”Ommm...” Digo: “¡Ya está, ya se ha tragado el gong que han puesto los chinos en la entrada!" Lo fui a coger para llevarlo a urgencias y va y me da un golpe de karate en todo el cuello. Vi pasar toda mi vida delante de mí y no la podía mirar con la tortícolis del golpe. Cuando vi todas las putadas que me habían hecho los chinos y mi padre, dije: ¡Se acabó! ¡Pido el divorcio ahora mismo! Me concedió la nulidad por Internet el padre Apeles.

       Y ahora va y dice mi padre que yo me tengo que hacer mormona.

―¿Mormona?

―Sí, porque he conocido a unos siameses que están muy bien...

¡No puedo con mi padre, de verdad, no puedo!

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